lunes, 9 de julio de 2012

La llamada del abismo: crisis financiera, Unión Europa y deuda

I
De nuevo volvemos a estar en el precipicio. Más bien, agarrándonos a los últimos salientes para evitar la caída definitiva. Y de nuevo es el sector financiero el principal origen de las mayores preocupaciones. Desde el crash de Lehman Brothers hemos asistido al hundimiento sucesivo de economías nacionales y a la intervención pública masiva en los mercados financieros. Ni las economías más afectadas esgrimen síntomas de mejoría, ni los problemas del sector financiero han desaparecido. Las tensiones en los mercados financieros han sido continuas y a estas alturas resulta evidente que lo de salvar a los bancos para dar liquidez a la economía real era un cuento bastante parecido al de la lechera. A pesar de las masivas inyecciones de capital que en muchos países se realizaron a los grandes bancos los problemas del sistema bancario no se han solucionado. Sólo se ha podido retornar un 20% de las ayudas recibidas (nada que ver con el rescate de los bancos suecos a principios de los noventa) y el rosario de bancos que han vuelto a presentar problemas graves (Dexia, JP Morgan, Barclays...) va creciendo cada semana. El fracaso de las sucesivas evaluaciones y tests de estrés practicados a la banca europea es una buena muestra de la capacidad de las instituciones financieras para eludir controles serios, o de la dificultad de realizar una evaluación sensata de riesgos en el enmarañado mundo de las finanzas.

El caso de la banca española es paradigmático. Considerada al principio de la crisis como una de las más sólidas del mundo (porque en la anterior crisis bancaria —la de los setenta— se habían introducido una serie de medidas cautelares), en poco tiempo ha derretido su prestigio y ha pasado a convertirse en conjunto en una “banca-basura”. Alguien debería explicar por qué han fracasado estrepitosamente los controles del Banco de España, las sucesivas evaluaciones de riesgos, las variadas reformas bancarias. Una sarta de intervenciones que al poco tiempo se han mostrado ineficaces o erróneas. No hay ninguna garantía que la última evaluación que sitúa el agujero de la banca española en 62.000 millones de euros vaya a ser la definitiva, puesto que los bien pagados evaluadores se han limitado a realizar un informe a partir de los datos previos que les ha suministrado el propio Banco de España. Sin contar la poca credibilidad que puede tener una consultora como Oliver Wyman, que anteriormente había calificado al irlandés Allied Irish Bank como el mejor banco del mundo, pocos meses antes de conocerse su situación de verdadera ruina.

El sistema financiero se ha convertido en un verdadero sumidero de recursos y un atractor fatal para las cuentas públicas y el endeudamiento de muchos gobiernos. Y se ha convertido en un verdadero peligro sistémico para la economía mundial. Un sumidero que es el producto de la extrema libertad de acción que las políticas neoliberales han permitido a las entidades financieras, a la ingente capacidad de creación de activos financieros que posibilitan la opacidad, la especulación, la dificultad de control de los movimientos fiscales. Unas políticas legitimadas por cientos de economistas empleados en la academia y las grandes instituciones que han contribuido a crear el marco analítico que las ha permitido y que han servido también como parachoques frente a los que han defendido la necesidad de una regulación en serio. Destaca la rapidez con la que los gobiernos se han aplicado a llevar a cabo reformas laborales, recortes de derechos sociales o ayudas masivas a los bancos, frente a la lentitud —por decirlo suavement— de la reforma en profundidad del sistema financiero. Ahí sólo se han aplicado reformas marginales. Ni siquiera se ha sido eficaz en controlar los disparatados emolumentos autoadjudicados por los grandes directivos del sector. Una reforma radical del sistema financiero no es la panacea a todos los problemas de la economía mundial, pero sí una de las cuestiones básicas a abordar para evitar que el sector siga devorando recursos generando riesgos masivos. Podemos empezar exigiendo que la banca nacionalizada e inevitablemente “rescatada” a cuenta del erario público sea reformada como una verdadera banca pública y por tanto sirva, cuanto menos, para generar un contrapunto en espera de una reforma radical de todo el sistema financiero.

II
La Unión Europea ya se ha ganado a pulso pasar a los futuros libros de historia económica como el peor ejemplo de gestión de la crisis. Estaba claro, y se denunció en su día, que el actual diseño del Banco Central Europeo y el Euro iban a pasar un serio examen cuando se produjera una recesión. No sólo se han consumado aquellos temores sino que la inconsciencia con la que se ha actuado ha superado todos los niveles esperados.

El origen del problema es la existencia de un espacio económico donde persisten enormes desigualdades de estructura productiva. Desigualdades que la propia integración ha agravado al propiciar una reestructuración de las actividades productivas y al contar con un euro sobrevalorado que ha empeorado las condiciones en que deben operar los sectores exportadores de las economías más débiles. En este contexto los territorios más desfavorecidos tienden a experimentar déficits comerciales, y por tanto endeudamiento a medio y largo plazo. La única posibilidad de hacer viable una economía de este tipo es generando mecanismos de redistribución de la renta entre territorios que permitan financiar su exceso de importaciones frente al resto. Esto es lo que ocurre en el interior de muchos estados: las regiones empobrecidas cuentan con las transferencias de las más ricas. Al no existir este mecanismo en la Unión Europea es inevitable que algunos países acaben con un elevado endeudamiento, como es el caso de Grecia.

Esta situación estructural está agravada por el diseño de la política monetaria. Donde al Banco Central Europeo se le encomendó la única tarea de mantener a raya la inflación, no en cambio actuar de prestamista de los Gobiernos, con lo que éstos no pueden acudir a un mecanismo relativamente barato de financiación cuando surgen los problemas. Vale la pena considerar que el endeudamiento público de los países europeos tiene orígenes diversos. En unos casos es un mero producto de la caída de ingresos provocada por la caída de la actividad, en otros es debido a las ayudas que han tenido que realizar a la banca, en ciertos casos ambas cosas. Sólo en pocos casos se explica por el exceso persistente del gasto público sobre los ingresos, como en Grecia, y aun aquí se ha llegado en parte a esta situación por la propia de la economía local dentro del contexto europeo. La negativa a utilizar el Banco Central Europeo como financiador de los estados en dificultades y emisor de deuda europea ha agravado la situación de las economías más débiles, pues éstas acuden a los mercados financieros sin apoyo del sus “socios” y marcadas con el sambenito de su endeudamiento.

Esta insostenible arquitectura europea es en gran parte el resultado del desigual equilibrio de poderes existente en Europa, y sobre todo del predominio alemán. Tantos años de hablar de globalización, mercados etc., nos ha hecho olvidar un viejo concepto del análisis económico crítico, el de imperialismo. Éste —como explicó hace años Bob Sutcliffe en nuestra revista— nació del intento de los marxistas de segunda generación de conciliar su base teórica con el análisis de la realidad. Para el primer marxismo —y alguna de sus variantes más dogmáticas siguen en ello— lo único que contaba era el enfrentamiento mundial entre clases sociales. Pero la realidad mostraba que los estados cuentan y que la acumulación de capital tiene también una matriz nacional. La tendencia de unas naciones a imponer sus intereses al resto es innegable: de ello pueden extraer ventajas para sus clases capitalistas y, en menor medida, extenderlas a gran parte de su población (en forma de intercambio desigual, acaparamiento de materias primas, rentas financieras). Aunque la liberalización de los mercados, y la atroz experiencia de las grandes guerras inter-imperialistas han cambiado la forma de plantearse la cuestión, estos intereses imperialistas persisten y explican parte de las enormes y crecientes desigualdades económicas existentes entre estados. La construcción europea reciente es, en parte, otra forma de configurar un espacio económico en torno a los intereses de la potencia hegemónica en el área. Intereses reales y también configuración del modelo acorde con la visión del mundo que tienen las elites dominantes, por descabellada que sea (la magna obra de Josep Fontana Por el bien del imperio iliustra con profusión de ejemplos cuántas veces estas elites imperiales han adoptado decisiones basadas en visiones paranoicas de la realidad). Y cuenta también la visión que estas mismas elites transmiten a su población con objeto de legitimar su propia hegemonía nacional. La construcción europea está lastrada por las ideas de las elites alemanas (euro revaluado, inflación cero, presupuesto equilibrado, etc.) y también por el miedo que han generado en gran parte de su población del coste social que les acarrearía aceptar una cierta redistribución de ingresos a escala europea. De ahí su negativa a avanzar hacia un modelo fiscal y monetario integrado y su determinación a obligar a cada país a pagar hasta las últimas consecuencias sus deudas y sus déficits.

El resultado de este “diktat” es palpable: situar a muchos países al borde del derrumbe, generar unos costes sociales insoportables, deprimir la economía europea, crear niveles de desempleo y pobreza persistente, bloquear cualquier oportunidad de avance hacia un modelo sostenible.

III
La tercera parte de esta situación es la de la deuda y la forma de abordarla. Si algo debería haberse aprendido de la desregulación financiera es que los bancos tienen una enorme capacidad de generar grandes burbujas de deuda que acaban generando un enorme problema de digestión. Desde el inicio del período neoliberal se han generado sucesivas oleadas de deuda, empezando por la de los países latinoamericanos, siguiendo por la crisis japonesa y, tras sucesivos y numerosos episodios, llegando a la situación actual. Cuando se analiza el caso español, el papel jugado por el sector financiero resulta claro. La brutal inyección de crédito a este sector sirvió primero para generar una enorme subida del precio del suelo (los promotores competían entre sí ofreciendo precios crecientes porque estaban respaldados por los generosos préstamos bancarios) que se transmitía a los precios de las viviendas que a su vez se podían comprar por el fácil acceso al crédito. Por su parte, los bancos españoles podían desarrollar esta insensata política por el fácil acceso al crédito internacional. Una oleada de dinero que hinchó la burbuja y alimentó una descerebrada inversión en suelo. La oleada crediticia condujo a una desaforada sobrevaloración de la vivienda y a un endeudamiento difícil de sostener. Y ahora que está clara la burbuja, se obliga a la gente a devolver préstamos desaforados. Los creadores de la burbuja no hacen más que comportarse como Shylocks contemporáneos y exigen su libra, o su tonelada, de carne (incluyendo su contenido en sangre).

El tamaño de la deuda es tan grande que no parece posible una devolución en el corto plazo. O la economía del país deudor es simplemente saqueada por los acreedores —quedándose sus activos a bajo precio o imponiendo algún tipo de servidumbre financiera—, o hay que hacer que los acreedores renuncien a una parte sustancial de sus derechos. Al fin y al cabo lo único que hicieron fue hinchar un globo que ha explotado. Esto es lo que ocurre a menudo en el mundo económico empresarial: los acreedores se tienen que conformar con recobrar solo parte de sus créditos (en el mundo empresarial en el que trabajé de joven, cuando una empresa suspendía pagos las empresas afectadas solían comentar “me han pillado en una suspensión”, lo que equivalía a reconocer que daban por perdidos parte de sus ingresos potenciales). Pero en el mundo de las finanzas modernas (el del FMI y el BCE) se ha cerrado esta posibilidad de repartir el coste de la burbuja y de sanear las economías endeudadas. Detrás están no sólo los grandes grupos financieros internacionales, sino también la presión de los potentes gestores de fondos de pensiones que representan a la franja de asalariados más opulentos de la economía mundial.

La situación se agrava porque al transmitirse la deuda financiera del sector privado al público y transformarse de algún modo en deuda pública se rompe la posibilidad de usar las políticas públicas como potentes instrumentos para recomponer la situación. En el paquete de medidas para atajar la deuda va incluido el dogma del presupuesto equilibrado y la jibarización de lo público. Lo que acaba por tener el doble efecto de descargar gran parte del ajuste sobre los sectores sociales más empobrecidos e impedir una reorganización productiva y social. Enfocar la economía y el empleo hacia otras actividades supone alterar la distribución de la renta, expandir servicios básicos. Pero el combinado de presupuesto equilibrado y carga de la deuda lo va a impedir por mucho tiempo. Sin un reparto más equitativo de las pérdidas generadas por la burbuja, sin un plantemiento diferente del endeudamiento y las políticas públicas, las clases trabajadoras de muchos países están condenadas a un enorme retroceso social. En lugar de una transición ordenada hacia una economía sostenible y una austeridad racional lo que se nos propone es una marcha espasmódica hacia el imperio de la desigualdad.

La izquierda, la institucional y la de los movimientos, se muestra impotente para imponer otra agenda socio-política y hacer avanzar reformas necesarias. Debe comenzar a pensar, al menos, en como organizar a la gente para paliar la debacle social, en cómo generar una red solidaria que sirva a la vez para generar tejido social.

Postscriptum: Fin de semana ítalo-español
Aparentemente, el resultado de la cumbre de esta semana en Bruselas ha repetido los éxitos futbolísticos de los países del sur. Alemania acepta que los préstamos a las entidades con problemas (la banca italiana posiblemente está a la cabeza de los nuevos candidatos al rescate) sean financiados directamente por el Mecanismo Europeo de Estabilidad Financiera, en lugar de hacerse a través de los estados. También se recoge la posibilidad de que las instituciones financieras europeas puedan comprar deuda soberana y que los créditos europeos dejen de tener el carácter de preferentes (esto es, los primeros en ser cobrados en caso de dificultades). Es sin duda un cambio, muestra de que todo el mundo es consciente de que se está en una situación insostenible y que un crash de España o Italia podría generar una debacle de inconmensurables consecuencias. Sin duda el cambio político en Francia ha ayudado a introducir una pequeña cuota de sensatez.

Pero el que se haya dado un pequeño avance no implica un cambio radical en la situación general ni despeja casi ninguna incógnita. En primer lugar, aunque los créditos se den a los bancos, como la mayoría de los más afectados son de titularidad pública si las cosas van mal persisitrá el problema del endeudamiento público. En segundo lugar, no está claro que el tamaño de fondos que van a tener las autoridades europeas vaya a ser suficiente para lavar un volumen tan elevado de deuda. Sin reformas estructurales en la financiación y un cambio en la carga que soportan países y grupos sociales, la espada de Damocles seguirá ahí. En tercer lugar, se van a exigir contrapartidas sobre las políticas públicas. Y ya sabemos lo que piensan las elites europeas sobre reformas estructurales como para esperar que sean capaces de encauzar la economía europea hacia un modelo social y ecológimente sostenible. En cuarto lugar, porque el impulso al desarrollo que se ha aprobado —aparte su insuficiencia cuantitativa— sigue basado en las mismas ideas que nos han conducido hasta aquí: grandes infraestructuras para impulsar el crecimiento. Puede que sea una buena noticia para el poderoso lobby de la construcción y los grandes equipamientos, pero dificílmente generará el reequilibrio de estructuras productivas.

Después de cada cumbre es difícil discernir lo que hay de teatro político de lo que representa un impulso real. Uno sigue sospechando que en este envite los grandes poderes simplemente han sacrificado algún peón, pero han sido incapaces de repensar el juego entero.

De autopistas y hospitales: la eficacia de la colaboración público-privada
Llevamos años bajo el paradigma de la poca eficiencia de lo público y la necesidad de ceder su gestión a las empresas privadas. Ellas sí dominadas por la racionalidad económica, preocupadas en reducir el despilfarro puesto que ello pone en peligro sus propios recursos.

Una idea que no por repetida nos convence. Y no sólo en cuanto usuarios de servicios privatizados. Sino como meros evaluadores de la pretendida eficiencia económica de esa gestión. Cada poco tiempo tenemos muestras de lo discutible del dogma neoliberal.

Las noticias del mes van en una doble dirección. De una parte se anuncia la enésima ayuda del Estado a la red de autopistas ruinosas que el Gobierno de Aznar impulso alrededor de Madrid y en el área Alacant-Murcia. Unos proyectos que se han desvelado ruinosos e innecesarios. Los costes aumentarion cuando los jueces decretaron que se debían subir sustancialmente las indemnizaciones a los propietarios expropiados —en el proyecto inicial se podía hablar de un mero saqueo—. Y los coches siguen sin pasar por unas vías que tienen alternativas gratuitas. Parte del negocio ya está hecho, pues los promotores del proyecto son en su mayor parte las constructoras que los realizaron y cobraron por ello. Cuando fue evidente que el negocio era ruinoso, el Gobierno —el anterior y el actual— acudió al rescate, aumentando los plazos de la concesión y adelantando dinero por el lucro perdido. Una muestra de qué va esto de la cooperación: el Estado hace el proyecto para generar negocios a las constructoras y después aporta recursos para cubrirles unas pérdidas desde el principio previsibles.

El otro foco de información reciente es el de la sanidad catalana. Llevamos meses en que se van destapando chanchullos millonarios en diversos hospitales, casi todos gestionados por consorcios semiprivados característicos del “modelo sanitario catalán” impulsado por CiU —y que el anterior gobierno tripartito fue incapaz de transformar—. Las formas de saqueo del dinero público son diversas: sobrecostes en las inversiones, monopolios en la prestación de servicios auxiliares, pagos por servicios inexistentes, sobresueldos a directivos... En muchos casos, los beneficiarios son grupos económicos claramente relacionados con CiU, pero las corruptelas también salpican a alguna persona próxima al PSC. En todo caso resulta evidente que en la pérdida de control que supone una gestión por conciertos económicos y profusión de subcontratas se crean fugas financieras. Con tamaño saqueo, no sorprende que la sanidad tenga problemas de financiación.

Podemos temblar con la que nos espera tras la anunciada gestión de las políticas públicas de empleo por parte de las ETTs. Los partidarios de este modelo de cooperación o son simples saqueadores, o dogmáticos ideólogos incapaces de ver la distancia que media entre sus ideas y la realidad. O simplemente confunden la eficiencia con el lucro privado.

Gobiernos de cipayos
En una nota anterior ya me dediqué a comentar lo vergonzo del proyecto de Eurovegas. Esta semana la indignación ha subido un peldaño más con la visita de un delegado de Sheldon Anderson a Barcelona y Madrid: se manda a un delegado a negociar con contrapartes de segundo orden, que es lo que son esos políticos que —con la complicidad de parte de sus fuerzas vivas, siempre agradecidas por las subvenciones o los negocios que les facilitan— se pliegan ante un proyecto que por sí solo fuerza a una regresión de regulaciones y derechos. Un proyecto que se enmarca en el mismo modelo de especulación urbana, turismo y ladrillo, que ha llevado a la economía española a una situación de difícil salida. Que, en el caso catalán, se carga una de las áreas agrícolas más fértiles, una economía que produce bienestar y apropiada para desarrollar un nuevo modelo de alimentación sana y ecológica. Pero lo peor de todo ello no es la irracionalidad del proyecto, sino el espectáculo de unos gobernantes que aceptan alegremente cambiar leyes cuando se lo pide un individuo con suficiente dinero. O ni eso, porque si lo hemos entendido bien —ya se sabe que cuando la negociación no es pública nunca se sabe de qué se está hablando realmente— a lo que han venido los de Nevada es a pedirnos financiación. O sea, que acabaremos corriendo con todos los costes y riesgos por cuenta ajena. Lo más terrible es constatar que en lugar de unos representantes políticos de una democracia desarrollada lo que tenemos son meros delegados de republica (o reino) bananera(o).

Albert Recio Andreu
Mientras Tanto

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